Primer Capítulo (Víspera y Tiempo) (Para Toda la Vida)

CAPÍTULO 1

Línea de fuego

Frank. Kiev, frente ucraniano, 23 de septiembre de 1941.

Todavía recuerdo la víspera del horror. En aquel momento sin saberlo había caído en el abismo de la peor de las vergüenzas, marcando así mi destino hacia la eterna condena…

Tenía diecinueve años y las insignias de mi recién graduación junto a la Reichsadler en la pechera de mi guerrera verde. En aquel entonces solo era un soldado raso de la Wehrmacht que, orgulloso, caminaba con su uniforme representando a la élite, al brío y al valor por la defensa de la nación. Aquel pensamiento pululaba entre todos nosotros, jóvenes e inexpertos, ávidos de victoria y por llevar nuestros nombres a la gloria. Éramos una loca juventud en una loca época que nos hizo sucumbir al fiero mordisco que envenenó nuestra inocencia. Sin embargo, mi juventud me impidió cerciorarme de aquella realidad latente hasta ver el horror y enamorarme de ella…

Pero antes de aquello, yo solo me limitaba a cumplir las órdenes que me eran encomendadas. Cargar el fusil en el campo de batalla para enfrentar el peligro era lo que, irónicamente, me colmaba de vida y furor a fin de mostrar mi excepcional aptitud. Mis superiores solían decir que tenía una puntería extraordinaria, y consciente yo de ello, no dudaba en exponerme ante el enemigo, atacándole con euforia e incitándome a mí mismo a superarme, a darle a mi patria lo que esperaba de un soldado alemán, y viéndome aclamado por mi batallón, jamás pensé que pudo matarme aquel a quien yo maté hasta aquel septiembre del cuarenta y uno, cuando mi vida cambió para siempre.

El sol abrasador brillaba con la fuerza propia del verano, haciéndonos creer que aquel año sería próspero para una Alemania que por fin resurgía de su quiebra a ritmo raudo. Tras mi paso por las Hitlerjugend más el riguroso adoctrinamiento en la RAD y la instrucción en la Junkerschule, pasé a formar parte del Heer, fuerzas terrestres de la Wehrmacht, siendo asignado al Grupo de Ejércitos Sur; concretamente al 1º Ejército Panzer comandado por von Rundstedt en mi primera campaña denominada Operación Barbarroja. En aquel entonces era un novato soldado bravo cegado por el deseo de llevar mi nombre a lo alto, convirtiéndome en alguien reputado que, deleitándose en los mejores restaurantes de Viena, relatase a sus nietos los méritos obtenidos en batalla. Era tal mi ambición, que al principio los enfrentamientos, me resultaron un tanto anodinos, pero no por ello menos entretenidos. Adaptándome rápidamente al frenético ritmo de cada asalto, solía tomarme cada ofensiva como un juego de estrategia. Así era yo;  impudente e impulsivo, sin dedos de frente en muchas ocasiones, exponiéndome ante el enemigo como un blanco perfecto para burlar a la muerte. Eso fue la guerra para mí; un desafío, un juego. Un juego que dejó de serlo aquel veintitrés de septiembre en un prado ucraniano al sudeste de Kiev.

Componíamos un pelotón de nueve soldados liderados por un teniente aquel día. Nuestro objetivo era tantear un perímetro marcado. Hubert Kast, mi mejor amigo de infancia, asignado también a mi unidad, se acercó a nosotros en un momento de receso con un periódico en la mano. Su rostro dibujó una mueca de asombro mientras lo agitaba y anunciaba lo recientemente ocurrido; Marius von Adler, de linaje aristocrático e hijo de un influyente cargo del partido, destinado a prestar servicio en un campo de prisioneros en Weimar, había sido asesinado. Y pese a no haberse hallado al autor del crimen, todo apuntaba a que su prometida, una bizarra mujer española de nombre Erika, había sido la homicida. Su desaparición, justo después del crimen, era una evidencia de perfecta fuga para que las autoridades la declarasen en busca y captura. Recordaba a aquella criatura. La había visto posar junto a Marius en el Das Reich. Su verdadero nombre no era Erika, sino Ana Federica, y provenía de algún lugar del sur de España. Granada tal vez. No podía recordarlo. Lo que sí recordaba era su mediterránea hermosura; sus definidas caderas sostenidas por firmes piernas, su voluminoso escote tostado, y su exótico rostro en parte cubierto por una larga y rizada melena azabache. Era una mujer de porte altanero que para la mayoría de nosotros, fieros hombres con las hormonas en celo, nos resultaba magnética, capaz de emborronar la dulce estampa de nuestras alemanas rubias de carnes lechosas. Prueba de ello, aquella mujer morena, apodada como la Sureña, había sido la inspiración de Marius para que este, con la ayuda del compositor Herms Nielm, crease una exquisita pieza musical que, evocando a sus atributos, fuese una cadenciosa marcha miliciana para nosotros, los soldados. Aquella pieza tenía como nombre Erika, y desde su debut fue motivo de grandes elogios a la par que de enojos. Joachim Goeres, por ejemplo, uno de mis camaradas, se negaba a entonarla. Decía que de hacerlo veneraría la figura de un ser casi humano, infravalorando así a la mujer aria, y aquello no le agradaba en absoluto porque para él, la Sureña no era otra cosa que prima a la etnia gitana, una raza considerada inferior a la nuestra.

Cuando el sucio y arrugado rotativo cayó en mis manos, tuve el impulso de buscar nuevos partes. Me mantuve absorto, con los tarareos de Hubert Kast de fondo entonando Erika y las protestas de Joachim Goeres por evitar que siguiera. El pelotón comenzó a reírse. Por un momento, tuve la tentación de arrojar el periódico al suelo y unirme a ellos. Desde hacía días lo único que había reinado en nuestra convivencia había sido la agitación y la constante presión con la que los rusos nos ponían a prueba. Habíamos sufrido más de diez ofensivas en la última semana y todavía me temblaban las manos. Sin embargo, y a pesar de que muchos de los nuestros habían caído, pudimos vengarles causando una cifra mayor de bajas al bando enemigo.

—Eh, Frank, no te molestes en buscar a la Sureña. Kruger ha tenido la consideración de quedarse con la única página que contenía fotografías de ella —exclamó Hubert palmeándome el brazo.

Contuve la risa y me volví para mirarlo. Bajo su piel empolvada de tierra y sangre seca, seguía habitando en sus ojos claros el mismo chico despreocupado que conocí durante mi formación en las Juventudes Hitlerianas.

—Busco partes —contesté.

— ¿Para qué buscarlos cuando tú mismo los estás viviendo?

—No soy omnipresente, Hubert…

—Pero estás aquí, ahora. Vive el momento, ¡estás haciendo historia! —insistió mientras me quitaba el rotativo de las manos.

Traté de propinarle un puñetazo amistoso en el hombro cuando él, ágil en reflejos, esquivó el golpe.

—Ya sabía yo que la relación de Von Adler con la Sureña acabaría en desgracia… —espetó Joachim tras un descuido de mi amigo para arrebatarle el periódico.

—Lástima que no le avisaras, ahora es demasiado tarde —dijo Hubert con sarcasmo.

Joachim puso una mueca de disgusto cuando unos pasos acelerados nos pusieron en alerta. August Kruger, teniente al mando de nuestro batallón, se personó ante nosotros con su característico semblante malhumorado. Nada más recuperar el rotativo, recriminó nuestra actitud y finalizó la amonestación lanzando un escupitajo al suelo. Había recibido órdenes superiores un tanto descabelladas a su juicio, y, pese a su lealtad por el cumplimiento de estas, se notaba a leguas su disconformidad. Por un momento, quise preguntarle al respecto, pero dadas las circunstancias de por sí tensas y a su mal carácter, advertí que lo más prudente era guardar silencio. Entonces, todo sucedió demasiado rápido. Antes del disparo, un grito de alerta por parte de Hubert me hizo percatarme del peligro.

Sentí un brusco empellón seguido de un golpe seco tras mi caída junto a Hubert al suelo. Acto seguido, la ráfaga de metralla perfumándonos a sangre y a hierro debilitó nuestra defensa. Kruger se pondría hecho una fiera. No era de extrañar. Nos habíamos alejado demasiado del escuadrón y, para colmo, habíamos bajado la guardia. Miré a mi amigo de refilón y este me indicó con la mano que permaneciera inmóvil, cubriéndome entre las gramíneas resecas. El resto del pelotón, también en el suelo, trató de posicionarse en ángulos estratégicos a fin de derribar la ofensiva imprevista. Histeria y miles de disparos presentándonos a la muerte era lo que siempre guardaría en mi memoria.

No tuve miedo, pues la adrenalina desbordada en mis venas, me impedía sentirlo, y pese al ruego de Hubert por mantenerme inmóvil entre la vegetación, me incorporé unos centímetros, cargué mi Kars, y me posicioné. Me concentré. Instantes después, apreté el gatillo y vi caer a tres soviéticos en la lejanía. Sonreí satisfecho para mis adentros y volví a cargar el fusil cuando oí la agresiva voz de Kruger exigiéndonos lanzar las granadas. Obedecí al instante. Extraje de mi petate una Stielhandgranate y sin esperar ninguna orden, desenrosqué la tapa, tiré de la cuerda y arrojé la granada con toda la fuerza de la que fui capaz. El detonador prendido estalló al acto en la base enemiga, levantando una inmensa polvareda que se expandió a velocidad fiera por aquel terreno de secano. El resto del pelotón imitó mi maniobra y, en pocos segundos, aquel campo se tiñó de sangre polvorienta. Lo que aconteció después fue un sepulcral silencio.

Entrecerré los ojos, tratando de visualizar cualquier movimiento. Con extrema cautela, fui incorporándome de mi posición. El paisaje frente a mí era de lo más devastador. Hasta aquel instante no me había parado a observar con detenimiento el campo de batalla, y quedé más que impresionado. Más de veinte cadáveres estaban esparcidos por el suelo, algunos completamente desmembrados, con las cabezas abiertas y los estómagos partidos, dejando entrever los intestinos. Contuve una arcada y fue entonces cuando perdí definitivamente mi burda indolencia. Hubert, prudente, tiró de mi brazo, instándome a permanecer oculto entre los tallos. Agradecí el gesto, y estando quieto en medio de aquel siniestro silencio, aspirando el fuerte olor de la metralla, la sangre y los cuerpos calcinados, comprendí que algo estábamos haciendo mal, que ni ellos ni nosotros debíamos estar allí. ¿Por qué pensé aquello? Tal vez sí estaba sintiendo miedo, o tal vez se trataba de la conmoción sufrida. Sin embargo, reprimí semejantes pensamientos al recordarme que todo lo que hacíamos era por y para nuestra supervivencia y la de nuestra patria.

En medio de la polvareda vi emerger a Kruger con sabia lentitud de entre la vegetación, mirando todo cuanto había a su alrededor. Seguí la trayectoria de su mirada y reparé en que cuatro de los nuestros habían caído. No era la primera vez que veía camaradas yacer sin vida, pero aquella visión no dejaba de ser perturbadora. Traté de mantener la compostura, de no derramar ni una sola lágrima, ni un vómito, pero en aquel instante, me resultó prácticamente imposible. Estaba de los nervios. Kruger, en cambio, mantuvo su porte sereno, frívolo, analizando todo cuanto nos rodeaba. Parecía no haber rastro de vida a excepción de nosotros seis. Permanecimos durante una hora a cubierto, con los fusiles en mano y en total silencio. Luego, Kruger dio la orden de retirada. Fue entonces cuando a pocos metros de desalojar nuestra posición, tuve el pálpito de volverme.

Kruger, cerca de mí, corría peligro, y sin tiempo a pronunciar palabra, me abalancé sobre él cuando, milésimas después, resonó por el valle el disparo enemigo. Inmediatamente, mis camaradas se dejaron caer de bruces contra el suelo, volviéndose a posicionar para contraatacar. Kruger volvió a dar orden de lanzar las granadas antes de mirarme. Con un leve asentimiento, le indiqué que yo me encontraba bien. Él se limitó a devolverme el gesto además de una fugaz palmada en mi hombro como muestra de gratitud por salvarle la vida, y agarrando su MP40, aguardó el momento idóneo para arremeter a balazos a los rusos. Sin embargo, ninguno de nosotros contó con que nadie del bando opuesto hubiera sobrevivido a la masacre para advertir a nuevas unidades. Con mis ojos puestos en el frente, descubrí entre la densa arboleda dos tanques aproximarse a nuestra posición. Maldije para mis adentros y advertí a los míos de la emboscada. Los rusos habían sido más astutos. Debieron habernos divisado antes de que nosotros lo hubiésemos hecho y habían aprovechado nuestra quietud para asecharnos. Kruger mantuvo la compostura ante los inmensos tanques soviéticos, y tras dar orden de usar nuestras municiones, vio su estrategia arruinada en cuanto Joachim Goeres, experto en artillería, advirtió el peligro.

 — ¡Son dos T–34! ¡No contamos con munición para enfrentarlos!

Completamente abrumado, Kruger tuvo que resignarse, no queriendo poner nuestras vidas en juego. Tras dar orden de retirada, mis camaradas y yo corrimos a campo abierto. Aquello fue sin duda una locura. Teníamos las de morir, pero también hubiéramos muerto si hubiésemos permanecido en la posición. Aquello era una cuestión de precisión. Para mí la suerte no existía. Tan solo la constancia y la osadía. Mi objetivo era ponerme a cubierto, advertir a los demás del peligro. A escasos metros de penetrar en la densa arboleda, unas granadas cayeron a nuestro paso, desplomándonos al acto. Percibí un punzante zumbido en mis oídos que confundió abruptamente todos mis sentidos. Traté de incorporarme y reanudar mi carrera cuando un nuevo disparo se hizo eco en mi propia sordera. Caí al suelo y me mantuve quieto mientras sentía una corriente eléctrica sacudir mi pierna izquierda. Respiré hondo. Traté de obviar el dolor. Pero nada más hacer el ademán de incorporarme, este se expandió por todo mi cuerpo. Miré alrededor. Vi a Hubert a mi lado, mirándome con la cara ensangrentada y la mirada teñida de espanto. Articuló alguna cosa, pero fui incapaz de descifrarla. El dolor me impedía concentrarme. Todo parecía oscurecerse, emborronarse. Pensé en mi madre y en mi hermana. Las mujeres de mi vida que aguardaban mi regreso. Rápidamente, la nostalgia me afectó más de lo que podía haber imaginado, y la idea de defraudarlas por no volver a casa me agitó. Luché por desquitarme de aquella sensación. Miré al frente y tomé un último impulso por refugiarme entre la arboleda cuando el dolor se intensificó hasta hacerme perder el equilibrio. Caí en un charco de sangre. ¡Mi propia sangre!

Con la respiración entrecortada, descubrí mi rodilla izquierda extremadamente herida. La sangre emergía a borbotones. Quise gritar, pero el dolor era tan intenso y mis fuerzas tan débiles que fui incapaz de hacerlo. En vez de eso, gateé con torpeza por el suelo, dejando a mi paso un camino rojo y brillante como el fuego. Mi rodilla parecía estar en llamas y a medida que me deslizaba por aquel sucio terreno, mi piel se iba resquebrajando. Sentí los ojos humedecérseme. Nunca había experimentado dolor semejante. Miré abrumado a mi alrededor. Ni rastro del pelotón. Tan solo Hubert a mi lado, se presentaba como mi único apoyo. Se desabrochó su cinturón y trató de hacer un torniquete a fin de moderar mi hemorragia. Por un momento me sentí arropado, menos solo en mitad de aquel despiadado campo inhumano. También culpable. Tenía lo que merecía y era injusto que mi mejor amigo permaneciese conmigo cuando él tenía oportunidad de refugiarse. Traté de convencerle, de pedirle que se fuera, pero él, inmune a mis protestas, rehusó en abandonarme. De repente, me recuperé de la sordera y comencé a escuchar los punzantes silbidos de los proyectiles pululando cerca de nuestras cabezas cubiertas por cascos abollados. Hubert llevó su mano a mi pecho y trató de acomodarme en el suelo. Ambos permanecimos muy quietos, con nuestros corazones latiendo como nunca y con el terror incrementándose en nuestros cuerpos. No sobreviviríamos.

Permanecimos en el suelo durante Dios sabe por cuánto, percibiendo los tanques cada vez más cerca. Hubert, en un último intento por salvar nuestras vidas, me instó a rodar entre las gramíneas. Así lo hice, arrepintiéndome al instante por dolor en mi rodilla.

—No desistas, Frank, no desistas —me animó mientras me tendía un pañuelo de tela. Lo tomé y lo mordí con fuerza a fin de combatir el dolor.

Reptamos escasos metros, tratando de apartarnos de la línea de tiro cuando el estridente sonido de los motores de los tanques cesó. Extrañados, Hubert y yo nos mantuvimos quietos, aguardando al siguiente movimiento. De repente, oímos las portezuelas chirriantes abrirse seguidamente de pasos y griterío de los soldados enemigos. Hubert aguzó el oído. Tenía básicos conocimientos de ruso y por primera vez reconocí que el haberlos adquirido le había valido la pena.

 —Rastrearán las hectáreas del bosque hasta el límite de diez kilómetros —susurró.

Quise decir algo, pero sabía que si abría la boca acabaría sollozando. La fiebre en mi rodilla aumentaba como la sensación de fuego abrasándome las entrañas. Hubert me miró detenidamente. Puso una mueca. Yo no me atreví a mirarme la herida. Estaba asustado, no por la sangre, sino por mi futuro. Una lesión en cualquier articulación era sinónimo de amputación además de la exención, y yo no quería eso bajo ningún concepto. Tenía que defender a mi nación, a mi pueblo, a mi familia. Recordé a mi padre, muerto en batalla un año atrás, también a mi abuelo, a mi bisabuelo, e incluso a mi tatarabuelo. Todos ellos lucharon en el frente por proteger nuestras vidas, y yo, descendiente de aquella heroica estirpe, no podía, ni quería, quedarme al margen.

En un arrebato por levantarme y enfrentarme al enemigo, volví a caer de bruces contra el suelo. Sentí la rótula resquebrajarse. Grité. Grité como nunca había hecho. Grité de impotencia y de horrible sufrimiento. Hubert trató de amordazarme con el pañuelo, de exigirme mediante la mirada que ahogase mis gritos. Pero no podía. Simplemente no podía. Se apreciaron nuevos disparos. ¿Habíamos muerto?

Con la respiración entrecortada y mis defensas deterioradas, no me di cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que los disparos y los gritos en ruso cesaron y Hubert pasó mi brazo por su hombro a fin de levantarme. En cuanto sentí tierra firme bajo mis pies, creí morirme de dolor. Mi pierna no respondía. Estaba bloqueada, muerta, sin ningún tipo de fuerza. Con la ayuda de Hubert, conseguí dar unos pasos cuando oí silbidos de proyectiles y el vozarrón del teniente Kruger exigiéndonos detenernos. Después de eso, dejé de escuchar. Hubert trató de acelerar nuestro paso, pero antes de cubrirnos en la densidad del bosque, caímos estrepitosamente contra el suelo. Y otra vez, sentí la rótula ya partida, volvérseme a romper además de un zumbido ensordeciendo mis oídos. Miré a mi amigo. Este, con lágrimas en los ojos y sangrando por todos lados, me sonrió mientras articulaba unas palabras. Debían ser conmovedoras, pero jamás pude descifrarlas. Una bala se incrustó en su cuello, perforándoselo al completo. En cuanto mi amigo se desplomó para siempre, una fuerte conmoción me produjo uno de los más desgarradores dolores del alma. Sentí perder la cabeza. Mis ojos, ardiendo en cólera, me impulsaron a reaccionar como acto innato de defensa. Nunca supe de dónde saqué aquel último brío, lo que sí sabía era que aunque me costara la vida, vengaría la muerte de mi mejor amigo. Agarré la Kars y encañoné al ruso junto a nosotros al mismo tiempo que este me encañonaba a mí. Sin miramientos, ambos nos disparamos antes de que todo se volviera negro…

La vida era bella. No. La vida era más que eso. Era extraordinaria sin la vil codicia de los hombres. A fin de cuentas, ¿qué era la guerra? Una imposición de ellos mismos. De mí mismo hacia mí mismo. ¿Qué era un ser humano? Ser dotado de sorprendente y terrible dualidad. ¿Había algo peor que eso? Se nos vetaba de libertad, se nos prohibía hablar e incluso amar, y aunque se me había inculcado que la figura del soldado simbolizaba el sacrificio por el bienestar de la patria querida, la realidad era bien distinta. No éramos más que parias, títeres de jerarcas con picos de oro que nos manipulaban mediante embustes e ilusiones, corrompiéndonos y viendo a través de nosotros la conflagración como un negocio. Me llevó años asimilar aquella latente realidad, y cuando la grabé a llama viva en mi conciencia, era demasiado tarde para retroceder y rectificar mis errores.

El mismo día que cumplí ocho años supe que quería ser soldado. Era marzo del treinta y la abuela había venido a Hallstatt desde Viena. Como solía suceder cada vez que traspasaba el umbral de la modesta casa donde residía en aquel entonces, puso mala cara. Con el tiempo supe que detestaba el lugar. No era de extrañar. Mi abuela no estaba acostumbrada a la vida rural. Ella era una mujer pudiente de capital y, a decir verdad, y aunque me encantase mi tierra natal, yo también mantenía preferencia por la extraordinaria casa de mi abuela. Era sofisticada, repleta de retratos de gente extraña cuya vestimenta evocaba épocas pasadas y de porcelana china decorando las vitrinas. Las verdosas cortinas de tafetán cubriendo los interminables ventanales y las lámparas araña iluminando solemnemente cada estancia, eran también dignas de la realeza, por no hablar del Fabergé de plata con incrustaciones de zafiros y diamantes. Aquel huevo era sin duda la reliquia más preciada de la abuela. Cada vez que iba a visitarla, me mantenía alejado de semejante construcción por temor a que pudiera romperla con mi balón.

Solía ir a Viena durante las vacaciones de verano, también durante las navidades, y aunque prefería quedarme en Hallstatt durante la época de estío, Viena era la ciudad más hermosa para pasar el invierno. Sus calles iluminadas con miles de luces en los escaparates de cada comercio con la mayestática Riesenrad reflejándose a lo lejos, y el mercadillo repleto de ropa, juguetes, libros y Vanillekipferl en forma de lunas y estrellas con sabores a nueces, avellanas o almendras, hacían del lugar un auténtico cuento de hadas que, impregnado del perfume de aquellas galletas, me hacía enorgullecerme de mi sangre vienesa. A mí y a mis hermanas nos encantaban. Cada uno de nosotros tenía una preferencia distinta. La mía era la de las avellanas, y mi madre, mujer de casta sencilla, nos instaba a conformarnos con uno de los tres sabores que debíamos compartir porque no se podía tener de todo en la vida, pero entonces la modestia que trataba de inculcarnos se veía truncada en cuanto mi abuela, fiel consentidora a nuestros caprichos, la ignoraba al comprarnos tres bandejas de lunas y estrellas. Oh, sí, visitar a la abuela era delicioso. No obstante, cuando cumplí ocho años, las cosas a mi alrededor comenzaron a cambiar. Mi inocencia no me permitía saber con exactitud qué estaba pasando hasta tiempo después, cuando las palabras de mi padre, el respetado teniente Philipp Günsche en el frente durante la Gran Guerra, me hicieron comprender.

Tras la contienda, convirtiéndose en gerente de una factoría láctea, mi padre solía dejarse caer en el destartalado sillón al regresar a la cabaña de Hallstatt, y, con el ceño fruncido y pipa en mano, le decía a mi madre que en cuestión de meses sufriríamos la recesión económica más grave de las últimas décadas. No se equivocó. Si ya de por sí la Gran Guerra había dejado mala mella en Austria, el Crac del 29 fue arrollador. Al año siguiente, mi padre dio la bienvenida a la década nueva traspasando su factoría, y mi abuela, al enterarse, vino desde Viena para mantener una decisiva conversación con mis padres. Yo y mi hermana pequeña, Astrid, de cinco años en aquel entonces, nos mantuvimos ocultos espiándoles a través del biselado de la puerta cuando Ingeborg, mi hermana mayor, recriminó nuestra actitud y nos obligó a marcharnos a nuestra habitación a fin de quedarse ella sola para poner la oreja. Su actitud hipócrita me sulfuraba porque, siendo la mayor de los tres, se suponía que debía dar ejemplo. Mi madre siempre lo decía. A sus diez años, Inge tenía el carácter firme y sensato propio de una mujer madura, pero obviamente, seguía siendo una niña.

La misma tarde en la que mi abuela habló con mis padres, estos nos dieron la noticia de nuestro inminente traslado a Viena. Fue una total sorpresa. Mis hermanas se quedaron mudas, como si no hubieran comprendido el significado de sus palabras. Yo, en cambio, poniéndome serio, protesté. No podíamos irnos de Hallstatt. Aquí teníamos nuestra vida, nuestros amigos, e incluso la escuela, la cual, habiéndola encontrado siempre aburrida, se convirtió en mi pretexto para quedarnos. Pero mi padre ya había tomado la decisión. No había vuelta atrás. Miré a mi madre y exigí una explicación, pero ella, con los ojos vidriosos, no me la dio. En vez de eso, salió del salón dando un portazo, gesto que mi abuela no pasó por alto al reprender su actitud. Mi padre apretó los puños, y antes de darme cuenta, sentí un irritante picor trepar por mi mejilla derecha. Un bofetón. Mis hermanas se estremecieron. Mi padre manifestó su furia, explicándonos en voz alta, tajante y fiera, que en la vida a veces se hacían cosas que uno no quería pero que, por el bien común de la familia, se debían llevar a cabo. Debíamos estar unidos para nunca ser vencidos, y viendo a mi padre tan serio, descubrí en sus gestos su espíritu de guerrero. Recordé entonces las viejas fotografías de él cuando era un soldado raso recién formado en Viena antes de la Gran Guerra. También recordé a mi abuelo en similar uniforme, y no solo a él, sino también a mi bisabuelo y a mi tatarabuelo retratados en las paredes de la casa de mi abuela. Todos ellos habían estado en la línea de fuego defendiendo a su tierra, a sus raíces. Pensar en ello me hacía sentir admiración. Yo provenía de una estirpe digna de aclamación. Claro estaba que una simple mudanza no equivalía al esfuerzo de aquellos hombres poniendo su vida en juego, pero los modos de mi padre, sus maneras tajantes y solemnes, bastaron para abrirme los ojos. Yo provenía de un linaje dorado, mi sangre era sangre de valientes, de vencedores. Mi abuela no cesó en repetir aquello de la sangre una vez nos establecimos en Viena aquella primavera en la que mi padre pasó a formar parte del cuerpo nacional de policía. Yo era consciente de que dejando Hallstatt en un segundo plano, mi vida dejaría de la misma, y a pesar de que mi madre nos prometió volver cada verano, yo me fui enamorando cada vez más de Viena hasta el punto de olvidar mi origen pueblerino.

Comencé la escuela nueva aquel mismo septiembre del treinta, y a diferencia de la anterior, me alegré de que solo fuera para chicos y de que contase con estufas de carbón. Sin lugar a dudas, el establecimiento era más acomodado, hecho de ladrillos y no de madera, y repleto de aulas cuyo moblaje bien cuidado daba la impresión de ser recién comprado. La cocina y el comedor eran también una prueba de que en la capital seguía existiendo la comodidad, pero, ¿por cuánto tiempo? Pareció que sería por siempre puesto que tres años después, con la llegada de un político austríaco al poder, la economía mejoró en la sociedad. Aquello fortaleció a nuestra nación, le dio esperanzas, pero lo peor no tardó en presentarse. Una semana después del nombramiento de Adolf Hitler como canciller imperial de Alemania, la muerte nos visitó al llevarse el alma de mi abuela. Todavía recuerdo sus palabras con respecto al susodicho. Mi abuela siempre mantuvo especial interés por la política, y a pesar de las promesas de aquel austríaco, asegurando pan, casa y trabajo, sostuvo un rechazo el cual le costó múltiples disputas con mi padre. Mi abuela no cesó en decir que aquel hombre era la personificación de la falacia, que bajo las palabras reconfortantes en sus discursos, habitaba la sombra de la desdicha, una locura oscura capaz de abducir a las masas instándolas a perder su propia cordura. No solo ella lo pensaba. Mi madre también lo predicaba, y aquel punto en común fue lo que las unió por primera vez. Fue un hecho conmovedor así como desolador, el hecho de que mi padre nunca llegase a despedirse como un buen hijo despediría a su madre. Mi abuela se fue durmiendo horas después de una gran discusión con mi padre en cuanto este le mostró su número de afiliación al Partido. Yo mismo odié que le hubiera enseñado aquello, porque tal vez de haberlo evitado, mi abuela hubiera podido vivir por más tiempo, y a juzgar por el repentino comportamiento hostil y huraño de mi padre, supe que él también lo creía.

Después de aquello muchas cosas cambiaron, sobre todo tras un incendio perpetrado contra el Reichstag en Berlín, en el 33, por no hablar de las revueltas en Austria al año siguiente, comenzando en Linz para extenderse hasta Graz, Steyr y Viena. La historiografía se refirió años después a aquellos disturbios como la guerra civil austriaca, la cual impulsó a mi padre a aferrarse más al Partido, estrechando así su relación para con los altos cargos.

Recuerdo cuando mi padre, luciendo su uniforme pardo, llegaba a casa con algún camarada para tomar un último trago, hablaba de aquellos sucesos, alegando una y otra vez que la culpa era de los comunistas, quienes pretendían entorpecer el desarrollo del país con su política de necedades en vez de aceptar la estabilidad de nuestro partido. Recuerdo entrecerrar los ojos y sentir la curiosidad crecer en mi interior. Quería entender a la perfección todo cuanto acontecía a nuestro alrededor, así como la razón por la cual la mayor parte de la sociedad creía en la palabra del canciller imperial. Pude comprenderlo al año siguiente, cuando cumplí los doce. Una tarde, mi padre me llamó a su solemne despacho de aquella casa que en su día hubo pertenecido a mi abuelo, bisabuelo y tatarabuelo. Recuerdo la emoción que sentí  por deleitarme con la majestuosidad de aquel despacho cuyo acceso estaba prohibido sin su consentimiento. Una vez sentado frente a mi padre, me sentí diminuto. Encima de la chimenea, el retrato del canciller austríaco estaba enmarcado en oro, pareciendo ser él quien tuviera más poder que mi propio padre en su despacho.

« Oye, Frank, tú quieres ser soldado, ¿verdad? » Fue lo primero que me preguntó. Yo asentí mientras pensaba en sí debía juntar los talones y responder con un « señor, sí, señor ». Mi padre esbozó una sonrisa y prosiguió con un discurso que captó mi absoluta atención.

Mi padre me hablaba con tanta pasión, remarcando las palabras «lealtad y honor» como los principios del guerrero y respetado caballero, que me gustó. Me hizo sentir valioso. Aquella vida de dedicación era dura y no cualquiera podía enfrentarla. Pero yo sí podía. Mi padre confiaba en mí y yo también lo hacía. Entonces me habló por primera vez de un sistema cuyo fin era formar a los más jóvenes en su entendimiento y obediencia a la política de nuestros días. « La única ideología que nos salvará de la ruina » aseveraba, y yo, con la espalda bien erguida, asentía. Así comenzó mi carrera militar, mi carrera como nazi.

Me dejé impregnar por la doctrina de las Juventudes Hitlerianas. Siempre recordaría lo orgulloso que me sentí al recibir mi uniforme, similar al de mi padre. Compuesto por una camisa de color pardo más unos pantalones de pana negro, cinturón, correa, pañoleta y cuchillo, me sentí alguien muy importante. Estuve cuatro años de mi vida dedicándome a aprender el arte de la camaradería, fortaleciéndome en numerosas y estrictas actividades físicas, así como a lecciones políticas en las que se nos instruía para convertirnos en hombres lo suficientemente tenaces para enfrentar cualquier adversidad que amenazase la paz de nuestro hogar. Aquello fue el precepto primordial; la lucha por la defensa de la nación al igual que la pureza de nuestro espíritu. Nosotros, alemanes, no debíamos deshonrar nuestra sangre, nuestro ADN, el legado más preciado que poseíamos. Aquello se nos explicó exhaustivamente cuando se establecieron las Leyes de Núremberg en el 35. Se defendía la permanencia de la raza aria sobre las demás, lo cual avivó en mí un sentimiento de superioridad. Me creí digno de vivir dada mi pureza racial, la cual me hacía sentir el elegido de algo que todavía se me escapaba de las manos. Pero yo no era consciente, tan solo me dejaba guiar por lo que todos a mi alrededor decían, y para mí, aquel régimen era mi mundo, mi identidad. Sentía las banderas ondear su esplendor, el águila heráldica volar hasta lo alto, y la solemne esvástica en los gallardetes, brazaletes, medallas e incluso monedas, representarme. Simplemente me sentía formar parte de algo importante, algo que me daría honor y gloria. Aquellos años fueron los más felices de mi vida, especialmente cuando conocí a Hubert Kast, con quien confraternicé desde el principio convirtiéndose en mi mejor amigo, en mi cómplice y confidente de cada travesura que emprendíamos; desde robar cigarrillos a camaradas más mayores hasta espiar a las chicas de la BDM cuando hacían ejercicio al aire libre. Era gratificante verlas en constante movimiento, con sus pantaloncitos negros y sus camisas blancas confiriendo un volumen considerado al pecho… por no hablar de las trenzas, especialmente las rubias. Hubert, por el contrario, las prefería morenas. Una tonalidad nada patriótica, y en eso, Hubert difería conmigo.

Recuerdo la primera vez que quedamos con algunas chicas de la BDM. Fue después de una concentración en la plaza de San Esteban. Con su metro setenta y cinco y su cuerpo tonificado a sus catorce años, Hubert acaparaba la atención de nuestras compañeras. Todas ellas coincidían en que Hubert se convertiría en un soldado importante, pretexto por el cual, suspiraban por sus huesos. Aquello me hacía sentir en desventaja. Yo medía diez centímetros menos, y mi cuerpo, aunque esbelto, no poseía ningún atributo lo suficientemente atractivo para ellas. Fantaseé con la posibilidad de que a mis quince la situación hubiese cambiado. Y cambió, pero no a mi favor. A esa edad seguía midiendo lo mismo, y mi cuerpo, aunque más tonificado, quedaba en un segundo plano frente al acné concentrado en mi cara. Eso fue una gran desgracia, el motivo por el cual me negué muchas veces a salir de casa. ¿Qué impresión causaría un ario cubierto de granos? Desde luego, la pulcra y reluciente imagen quedaba descartada, y mi madre, preocupada, aprovechó una de las visitas de mi hermana pequeña al doctor, para llevarme a fin de que este determinase que no sufría ninguna patología epidérmica incurable. Para mi alegría, el doctor aseveró que mi acné se debía a mi edad, a mis hormonas, las cuales, trabajaban con esmero para la culminación de mi transformación a hombre. « Su hijo tiene un cráneo magnífico, bien proporcionado y definido, por no hablar de sus pómulos y su barbilla. Recuerde mis palabras, Frau Günsche, de aquí a un tiempo su hijo podrá figurar sin desventaja alguna en revistas gubernamentales de jóvenes racialmente perfectos. » 

Al año siguiente, al borde de cumplir los dieciséis y recibir mi distinción dada mi dedicación en las JH, había superado la estatura de Hubert midiendo cinco centímetros más que él. Además, mis rojeces, sarpullidos y la continua invasión de acné, comenzaron a desaparecer, revelando así que la predicción del doctor se cumplía. Aquel año prometía ser próspero para mi carrera. Primero, con la creación del Anschluss, a tan solo nueve días de mi decimosexto cumpleaños, nuestra sociedad fue contagiada de plena dicha, pues siendo Austria provincia de Alemania, todos sus triunfos políticos, sociales y económicos, eran definitivamente los nuestros. Además, yo pasé a otra etapa. Tras cuatro años de formación en la Jungmannschaften, me gradué tras mi juramento junto a mis compañeros antes de pertenecer al Jungsturm Adolf Hitler.

Era septiembre. El cinco de septiembre del treinta y ocho. Una fecha que nunca podría olvidar. Una fecha que me hizo vivir demasiados sentimientos dispares en poco tiempo y que influyó en mis decisiones venideras. El acto se realizó al caer el sol, en la Plaza de los Héroes. Allí, frente a las mayestáticas estatuas ecuestres del Archiduque Carlos de Austria y el príncipe Eugenio de Saboya, entoné el himno y mi Juramento de Fidelidad.

«Solemnemente, prometo al Führer Adolf Hitler servir fiel y desinteresadamente a las Juventudes Hitlerianas. Prometo intervenir siempre a favor de la unidad y la camaradería de la juventud alemana. Prometo obediencia al líder de la Juventud del Reich y a todos los líderes de las Juventudes Hitlerianas. Juro por Dios, junto a nuestra bandera, que siempre trataré de hacerme digno de ella. »

Y la bandera fue izada, y con ella, la emoción en mis venas se vio representada. Sabía que aquellos años de formación me habían preparado para los tres restantes que tenía antes de poder alistarme en el ejército y servir generosamente a mi país. Al acabar la ceremonia, me reencontré con mi padre y mi hermana mayor, Inge, quien, a diferencia del resto de presentes, no mostraba entusiasmo por el acto presenciado. Supuse que estaría cansada. Inge trabajaba durante la mañana en un taller de costura, y por la tarde ayudaba a mi madre en los cuidados de Astrid, mi hermana pequeña, que desde temprana edad sufría del corazón. Reparé entonces en ella. Desde hacía días había permanecido con fiebre en cama, y por esa razón, ni ella ni mi madre pudieron asistir a mi graduación.

Mi pobre Astrid… Siempre había sido una niña temperamental e impulsiva como yo. Solíamos pelearnos a menudo, y aunque me enfurecía cuando yo no cedía a sus deseos, y ella, como represalia, le chivaba a mamá que en el cajón de mis calcetines escondía chocolatinas, la adoraba. Estaba convencido de que Astrid era mi otra mitad, la única persona con la que sin necesidad de hablar, podía entenderme sin juzgar, siempre y cuando la recompensase con chocolate, especialmente el de la marca Schokolade Gold, importado desde Hamburgo.

De camino a casa, sonreí para mis adentros. Sabía cómo devolverle a Astrid la energía, pues horas antes había conseguido una de esas tabletas de chocolate con leche. Sin embargo, nada más atravesar el umbral de mi casa y ver a mi madre llorar desconsoladamente en el salón junto con el doctor que hubo predicho mi conversión de pato feo a cisne, se derrumbaron mis expectativas, mi orgullo y alegría obtenida en aquella tarde tan importante en mi vida. Pensé que el juramento dado era en realidad un maleficio pronunciado, y que tras el izamiento de bandera, moría mi hermana pequeña, la que podría haber sido mi mayor apoyo en mis momentos más delicados. Tenía solo catorce años y la vida por delante. Me sumí en una profunda tristeza en cuanto la vi tendida sobre su cama, con su brillante cabellera rubia enmarcando su rostro simétrico y pálido. Parecía un ángel. Un ángel cuyos ojos turquesas, idénticos a los míos, no volverían a mirarme.

En los meses que acontecieron adopté una actitud apática, la cual desembocó  con mi atención dedicada exhaustivamente en mi formación, rendimiento el cual, irónicamente, me hizo sobresalir. Las pruebas físicas, las de tiro y las de estrategia me posicionaron de entre los alumnos más prometedores del centro, y eso fue lo único que volvió a avivar en mí la alegría. Un año después, en el treinta y nueve, los rumores de una posible segunda gran guerra comenzaron a escucharse. No obstante, no existía el miedo entre nosotros, al menos no en mí, pues nuestro ejército estaba agrandándose y contábamos con el apoyo de diversos países, como el caso de la recién nombrada República Eslovaca. Ser consciente del apoyo político que nos brindaban territorios ajenos, me hacía creer que verdaderamente éramos invencibles, que teníamos el derecho a recuperar la honra y todo lo demás que nos hubo sido arrebatado tras el Tratado de Versalles. Yo en aquel entonces ni siquiera había nacido, pero habiendo servido mi padre en el frente, supe en esencia lo que la humillación de dicho tratado supuso para nuestro pueblo germano. Debimos capitular. Debimos limitar nuestro ejército así como la fabricación de armamento. También debimos aceptar que éramos responsables del conflicto mundial, pues a los ojos de cualquier parlamento aliado, la guerra había sido el resultado de nuestro intento por alterar el equilibrio europeo a fin de convertirnos en primera potencia industrial.

Aquellos incidentes formaban parte del pasado, y aunque no debíamos olvidarlo, debíamos renacer de nuestras cenizas mirando siempre hacia delante, y si para ello debíamos aniquilar a todo aquel que osara interponerse en nuestro camino, debíamos hacerlo, pues como Flavio Vegecio Renato había asegurado, si queríamos la paz, debíamos prepararnos para la guerra…

Y la guerra estalló ese mismo año. Era septiembre. Otro septiembre que volvería a marcar mi vida para siempre. Si el año anterior había dado mi juramento al Führer, ahora la invasión germana a Polonia a fin de anexarla a nuestro territorio, preveía nuevos tiempos, tiempos difíciles en los que ya nada era un simulacro, sino todo lo contrario. Nuestro país nos necesitaba más que nunca, y el distinguido teniente de la Gran Guerra, Philipp Günsche, resucitó. Mi padre fue llamado a filas días después de que Inglaterra y Francia nos declarasen la guerra. Envidié mucho a mi padre ya que con diecisiete años, no podía alistarme en el ejército. Antes de irse, mi padre, con su uniforme verde impecable y su petate al hombro, abrazó con fuerza a mi madre y a mi hermana Inge. Ambas lloraban, especialmente mi madre, quien tras la muerte de Astrid, vivía sumida en una exhaustiva preocupación por el bienestar de nuestra familia. Mi padre no cesó en repetirle que todo iría bien, que él estaría bien, que habiendo sobrevivido a una guerra, podría sobrevivir a otra. Cuando se separaron, mi padre y sus distinguidos ojos turquesas se posaron en los míos. Ante esa mirada de orgullo y conmoción, sentí un escalofrío. Yo también quise llorar, pero no por tristeza, sino por admiración. Mi padre iba a hacer historia, y yo, en cuanto tuviera los dieciocho, seguiría sus pasos. Nos abrazamos con fuerza.

« No olvides quien eres. Eres un alemán, la esperanza a la victoria de nuestro pueblo, y siéndolo, tus actos deben ser dignos de ella. »Después de pronunciar aquello, mi padre se marchó, y mi madre no tuvo el valor de asomarse por la ventana para darle el último adiós. Inge tampoco. Ni siquiera yo. Claro que mis razones eran distintas. Yo confiaba en que combatiríamos en el mismo regimiento. Y el tiempo transcurrió, a veces rápido, y otras no tanto. Hubert y yo nos mantuvimos siempre informados del parte bélico. Yo no podía dejar de pensar en ellos, llegando incluso a sufrir ansiedad por querer leerlos absolutamente todos a diferencia de Hubert, de quien intuí que había encontrado una distracción femenina. Algo que me pareció íntimo y respetable, dado que solían verse a escondidas. Sin embargo, no fue hasta detectar el comportamiento esquivo de Hubert para con todo el mundo, cuando empecé a sospechar algo grave. Algo malo en relación a esa misteriosa chica. No me equivoqué.

Una tarde seguí a Hubert. Este se detuvo en un portal y miró receloso a todos lados antes de llamar. Cuando la puerta se abrió, emergió una chica de expresión risueña. En cuanto la vi con su pelo azabache y su nariz aguileña, supe que era judía. Y lo que inicialmente me pareció impensable, pronto se convirtió en mi secreto, porque sin pretenderlo, acabé siendo cómplice de aquella relación, la cual nunca se deterioró. Ni siquiera cuando ingresamos en la RAD un año después, al cumplir los dieciocho. Yo traté de ignorar su amor y de mantenerme al margen, pero lo cierto era que pese a las estrictas y constantes conversaciones sobre la importancia de no mezclar nuestra sangre, me descubrió algo que decidí guardarme solo para mí. La relación de Hubert con la judía era sana pese a todo. Ambos se querían. Y yo, por mi parte, me esmeré en proteger a mi amigo, asegurándome de que no cometiese ninguna imprudencia imperdonable. Hubert siempre me lo agradeció, porque además de ayudarle a él, también ayudaba a aquella desgraciada, pero valía la pena correr riesgos por ver feliz a mi mejor amigo. Y casi sin darme cuenta, comencé a cuestionarme la base de las Leyes de Honor y Protección a la Sangre. Pero pronto dejé de hacerlo por temor a verme envuelto en problemas. Simplemente hice la vista gorda con Hubert y me juré a mí mismo no caer en la misma trampa amorosa portadora de sufrimiento y desgracia.

Un año después, y pese a mi intención por alistarme en el ejército junto a Hubert, mi madre consiguió persuadirme para que emprendiera otra etapa de aprendizaje. Quise negarme, alegando que había alcanzado edad suficiente para ir al frente, pero ella expuso un punto de vista demasiado tentador: los soldados con estudios optaban a más galones, a más prestigio y a más nombre. Así que por eso mismo, decidí estudiar economía en la Universidad de Viena. No duré mucho. Las circunstancias me lo impidieron. Poco después de empezar el curso, recibí la notificación que marcó para siempre mi destino. Mi padre había caído en el frente. Aquel hombre robusto de ojos turquesas, cabello rubio, y de porte altanero había caído…

Recuerdo como me sentí aquella fría tarde de noviembre. Un ardor trepó hasta mi garganta, abrasándome la tráquea. Mi corazón latía haciéndome mucho daño. Me sentí caer en el vacío. Entonces supe que había llegado mi hora, que debía defender a mi tierra, a mi familia, a cualquier alemán para que su mujer y descendencia no sufriera lo que estaba sufriendo yo.

Al día siguiente presenté mi baja en la Universidad y presenté mi solicitud a la Junkerschule. Fui admitido, como era de esperar, y sobrellevé como un auténtico hombre de hielo la demoledora disciplina que me conduciría a la futura generación de líderes de las SS. En la Junkerschule me inculcaron el valor de la adaptabilidad a fin de realizar cualquier tarea y superar cualquier obstáculo que se me interpusiera. Debía ser capaz de estar en cualquier lugar, de enfrentarme a cualquier rival. Me prepararon para todo y yo dejé de sentir cualquier tipo compasión. El corazón y toda esa patraña era sinónimo de inestabilidad, de debilidad, y yo me desquité de toda clase de humanidad para con quien no fuese mi igual.

Gracias a mi dedicación y capacitación, fui considerado a los seis meses como prodigio e ingresé en la Wehrmacht en mayo del cuarenta y uno, más concretamente al 1º Ejército Panzer del Grupo Sur para llevar a cabo mi primera campaña; Operación Barbarroja. Fue allí donde volví a coincidir con Hubert, y durante un tiempo no muy extenso, pude volver a sentirme el joven vivo que era antes de la muerte de mi padre… La muerte… la muerte que por poco conocí…

— ¡Dios mío, Frank! Creí que te había perdido —exclamó la voz de mi madre cuando empecé a abrir los ojos.

Todavía somnoliento, miré a mi alrededor. No podía estar en un hospital de campaña, pues de haber sido el caso, mi madre no hubiese estado a mi lado.  

— ¿Madre? ¿Dónde estoy?

—En Viena, mein Leben, en tu tierra, y gracias a Dios que estás vivo, ¡es un milagro! —volvió a exclamar antes de abrazarme. Sentí su perfume de claveles, sus labios calientes y sus mejillas bañadas en lágrimas teñir las mías de agua. Respiré hondo. Traté de moverme cuando un intenso dolor en mi pierna me hizo recordar la razón por la cual había acabado en la camilla de un hospital. Había vuelto a casa y aquello solo podía significar una cosa. Miré mi pierna izquierda. Esta estaba completamente escayolada. Respiré con alivio. No la había perdido. Esbocé una sonrisa nerviosa y traté de incorporarme bajo la atenta mirada de mi madre.

— ¿Qué día es hoy?

—Veintiocho de septiembre.

Traté de hacer cálculos, pero mi todavía anonadada conciencia, me impedía calcular el lapso del tiempo transcurrido.

 —He de regresar, me esperan… —dije con una voz muy ronca, impropia de mí.

— ¿Regresar? ¿No has tenido suficiente?

Negué con la cabeza. Mi madre, crispada, replicó:

—Esta vez has tenido suerte, Frank, lo que te ha ocurrido ha sido una señal de tu padre, que en paz descanse, para que rehagas tu vida ahora que eres joven.

—Lo que ha ocurrido forma parte de mi vida como soldado, y siéndolo, debo cumplir con mi deber y regresar.

—No Frank, ni debes ni puedes, ¡mírate! Tienes la rodilla prácticamente resquebrajada. Si vuelves al frente acabarás perdiendo la pierna entera, eso si no pierdes antes la vida —espetó.

—Nada de eso sucederá, madre, no lo permitiría.

—Eso es algo que no puedes evitar —repuso ella con su mirada fiera.

Me sentí intimidado, completamente derrotado, el dolor que sentía por todo mi cuerpo era inhumado. ¿A quién pretendía engañar? Realmente necesitaba descansar.

Guten Morgen, Frau Günsche, guten Morgen Frank, es un gran acontecimiento verle al fin despierto —intervino una tercera voz entrando en la habitación. Localicé rápidamente con la mirada a su propietario. Un hombre de las SS perfectamente uniformado y bien peinado. Entrecerré los ojos, sintiéndome cohibido por no reconocerlo. Tras él, otro hombre, entrado en años luciendo una bata blanca, y mi hermana, quien trabajaba como enfermera. Nada más vernos, nos sonreímos.

—Helmuth Weigel, capitán de las SS. Es un honor estar ante un héroe de guerra. Sus superiores concuerdan en que ha servido con formidable dedicación en la defensa de nuestra nación. Usted protegió hasta la extenuación a su pelotón, salvando incluso la vida del Teniente Kruger.

Me fijé en la sonrisa de aquel individuo. Altiva, por supuesto, pero también sincera. Me sentí relajado. Me consideraban un héroe…

—Tengo buenas noticias. Dada su valentía demostrada en el frente, será usted condecorado con la Verwundetenabzeichen in Schwarz —anunció. Aquello fue un honor. Iba a ser condecorado con la insignia del herido en negro.

— ¿Lo dice en serio, capitán?

—Por supuesto, muchacho, y no solo eso, en el nombre del Führer  y de las fuerzas armadas, de ahora en adelante será usted reconocido como un soldado distinguido de las SS.

Un júbilo hizo que mi corazón latiese desenfrenadamente. Sin embargo, al ver la cara del doctor, supe que pese a ostentar el rango de Oberschütze, no todas las noticias que iba a recibir serían buenas. Traté de tranquilizarme, de permanecer impasible. Era consciente de que, aunque hubiera sobrevivido, no todo jugaría a mi favor, y lo cierto es que sentía miedo así como una gran impotencia por no haber podido salvarle a Hubert la vida. Solo con pensar en él, mis ojos se aguaban. Él había estado a mi lado en todo momento, exponiéndose más que ninguno al peligro, y para colmo, se había ido. Una gran pérdida, la cual, acabaría por destrozar el corazón de aquella muchacha judía que, gracias a él, había conseguido emigrar a Estados Unidos junto a su familia… Pensé en ella, en el disgusto que se llevaría en cuanto lo supiera. Me fue imposible contener las lágrimas.

—Sea fuerte, soldado, es usted un héroe —le oí decir a Helmuth Weigel, pero yo tenía fuertes sentimientos encontrados además de miedo por mi futuro.

—Hola Frank, soy el doctor Hertz. Es un placer verle despierto —intervino al fin el doctor. Tenía una voz serena y cercana, nada en comparación al capitán fanfarrón que acababa de llevar su brazo a la cintura de mi madre. ¿Quién cojones se creía? Acababa de perder a mi mejor amigo, mi futuro era negro, y aquel desgraciado se atrevía a ponerle la mano encima a mi madre. Sentí las venas en mis puños hincharse.

—Supongo que usted me dirá la mala noticia —le espeté al doctor, descargando en él toda mi rabia.

El doctor Hertz esbozó una afligida sonrisa.

—Ha sufrido una rotura de rótula —comentó.

— ¿Significa eso que me amputará la pierna, doctor? —pregunté temeroso.

—En absoluto, joven. Le extraje la bala y pude recomponer la incongruencia articular. Con rehabilitación volverá a caminar, no obstante, sufrirá de cojera leve para el resto de su vida, por lo que sus días en campo abierto han acabado.

Contuve la respiración. Estaba muy rabioso. Traté de doblegar mis emociones, de asimilar aquel duro golpe, a fin de cuentas, yo estaba entrenado para eso.

—Podría haber sido peor si la bala hubiese calado un par de centímetros, en la arteria —añadió de repente mi hermana como forma sutil de consuelo.

 —Tenemos que dar gracias a Dios, el que hayas sobrevivido es un milagro —intervino mi madre.

No pude soportar oírle decir aquello.

— ¿Te parece milagroso que vaya a quedarme inválido?

Mi madre no dijo nada, simplemente miró con ojos vidriosos al dichoso capitán que mantenía su mano pegada a su cintura.

—No quedará inválido, Frank, sino todo lo contrario. Un hombre como usted, audaz y eficiente, es siempre bienvenido en la división Totenkopfverbände.

— ¿Se refiere a la unidad que administra los campos de trabajo para prisioneros del Reich, señor? —pregunté con recelo.

Helmuth Weigel asintió una sola vez.

—La misma, solo que esos campos son más que lugares de trabajo. Ya lo comprenderá en su debido momento. Ahora, debe recuperarse antes de su traslado a Dachau donde recibirá un curso de instrucción antes de presentarse en Auschwitz. 

Enarqué una ceja y quise preguntar por dicho lugar, pero retuve el impulso. La mirada de Weigel me lo ordenó. No era momento para hablar de detalles, y aquello fue lo que me hizo intuir que aquel lugar no era nada bueno.

Primer Capítulo (Chocolate en Tiempos de Guerra)

CAPÍTULO 1

La llegada de los tiempos de guerra y con ellos, el amor y la miseria…

Hamburgo, Alemania, septiembre de 1939.

Todavía las calles mostraban su esplendor, hasta los más lúgubres rincones lucían acogedores. Los transeúntes paseaban por la avenida como cualquier otro día, caminando por las aceras los dignos de hacerlo, a diferencia de otros que, siendo despreciados, lo hacían por las calzadas. Era una de las normas. Una de tantas que ella, una despreciada en la sombra, desobedecía. Con paso acelerado y enérgico, la joven de la falda de rayas caminaba segura por la acera. Nadie podía sospechar su origen, ya que con su gracia, no mostraba ninguna característica que la delatara como judía asustadiza.

Adella Kinderman, mejor conocida como Adella Schulze, era una joven vivaz que ejercía un importante cargo en la mejor chocolatería de Hamburgo y, tal vez, de toda Alemania. De acuerdo con la política y a las leyes del Estado, Adella no tenía  derecho a ejercer ninguna profesión dada su condición como judía, pero ella poseía un extraordinario talento imposible de despreciar.

Había pasado más de un año desde que Herr Kesler la había contratado, y durante ese tiempo supo que sin ella la chocolatería perdería prestigio. Toda la clientela anhelaba su chocolate celestial en forma de tableta. Además, Adella tenía ángel y la gente la quería, por lo que Herr Kesler obvió su  origen y la trató como si fuera la hija que nunca tuvo.

Adella regresaba rápidamente a Schokolade Gold tras haber entregado un pedido; una bonita caja en forma de corazón repleta de bombones con sabor a caramelo y un toque de vainilla para el matrimonio Blumer. El hombre, escayolado de una pierna, lo había encargado para regalárselo a su reciente esposa, y Adella, como hábil mensajera, le había hecho el favor de llevárselo. La joven apresuró el paso. Con su uniforme rosa, blanco y turquesa, llamaba la atención. Todas las miradas masculinas se posaban en ella, pues con sus andares decididos, casi dando saltitos, resaltaba sobre las demás mujeres. Estaba a punto de llegar a la chocolatería cuando unos pícaros silbidos resonaron a su espalda. Adella se volteó e identificó a una cuadrilla de jóvenes camisas pardas. Inocentemente, la chocolatera les sacó la lengua a modo burlón y volvió a corretear mientras las risas masculinas la acompañaron hasta que entró en el local. Cuando miró al frente, vio a Pauline despachando a una señora con sobrepeso. En cuanto la pelirroja la vio, abrió mucho los ojos y le puso una mueca de reproche por haber tardado en llegar.

Guten Morgen! —exclamó Adella con una gran sonrisa, ignorando la cara seria de su amiga.

—¿Dónde estabas? Herr Kesler lleva rato esperándote para hacer pasteles. He tenido que decirle que habías salido un momento… —la reprendió Pauline.

—Me entretuve hablando con los Blumer —comentó Adella sin más.

Luego, para rebajar la tensión del momento, preguntó desde cuándo se hacían pasteles en la chocolatería.

—Desde hoy. Frau Lenz, aquí presente, ha venido expresamente a sugerirlo y a Herr Kesler le ha parecido una buena idea —respondió Pauline mientras señalaba con la barbilla a la señora frente a ella.

Frau Lenz se giró curiosa para admirar a Adella y no dudó en acercársele para felicitarla.

—Así que tú eres la famosa chocolatera de los bombones de caramelo y vainilla. Bendita seas hija, todas tus creaciones son un éxito en mi casa —le alabó.

—Ya veo —susurró admirando los grandes brazos de la mujer.

Se fijó más en ella. Tenía los ojos celestes y el cabello rubio, corto y ondulado pegado al cráneo acorde a la moda de la época. Pauline carraspeó. Adella sacudió la cabeza y fingió no haber dicho nada.

—Le he sugerido a Herr Kesler que si además de ofertar bombones y chocolatinas, preparase pasteles, las ventas aumentarían —exclamó la señora muy convencida.

Pauline y Adella se sonrieron. Frau Lenz dio una vuelta alrededor de ella y, tomándola de improviso de las manos, volvió a elogiarla.

—Querida Della, eres una chocolatera extraordinaria. Tienes un don.

La joven sonrió agradecida y, encogiéndose de hombros, respondió con modestia.

modestia.

—¿Eso cree? Se lo agradezco, Frau Lenz.

—Totalmente. Haces que el chocolate sepa a suizo, ¿quién te enseñó? —preguntó.

Pauline, que se mantenía en silencio limpiando copas con un trapo, se alarmó al ver que la curiosidad de Frau Lenz podría perjudicar a su amiga, por lo que no caviló a la hora de intervenir en la conversación.

—Su abuela.

—Pues su nieta adquirió un talento especial —insistió Frau Lenz.

—Lo cierto es que sí —dijo la pelirroja dirigiéndose a la cocina para avisar a Herr Kesler de su llegada.

Una vez a solas, Adella no pudo evitar sentirse conmovida por haber sido comparada con una suiza. Preguntó al respecto, queriendo saber cuál era su opinión acerca de ellos.

Frau Lenz, ¿qué le hace pensar que mi chocolate sea como el suizo?

—Tan solo los maestros suizos pueden elaborar un chocolate extremadamente exquisito. Ellos conocen la manera de hacer que su chocolate quede por encima de otro cualquiera. Créeme, hace años fui a Suiza y lo comprobé por mí misma. Los suizos son los magos del chocolate y tú, aunque seas alemana, llevas magia suiza en las venas —dijo Frau Lenz con entusiasmo.

Por un momento, Adella deseó abrazarla y confesarle su secreto, sin embargo, debía medir sus palabras. En aquellos momentos más que nunca, debía ser prudente, pues pocos días antes, Reino Unido y Francia habían declarado la guerra a Alemania, iniciándose así tiempos difíciles en los que era preferible pasar desapercibido.

—Cuando haya menos conflictos en Europa, te aconsejo que visites Suiza. Es un país precioso, y estoy segura de que te encantará —le sugirió Frau Lenz.

—¿Qué ciudades visitó? —quiso saber Adella.

—Berna, Lucerna y Basilea.

¡Basilea! ¡Su querida Basilea! Adella sonrió de oreja a oreja y se alegró de corazón que hubiera visitado su tierra. De pronto, una ola de nostalgia la asaltó. Cuantísimo añoraba a su abuela, su hogar y a su mejor amiga Katharina. Recordó la hermosura de los paisajes suizos compuesta de elevadas montañas y bosques hogareños en los que solía hacer senderismo con dos amigos suyos, ambos hermanos e hijos de un leñador, que vivían en una cabaña de madera en plena naturaleza. Recordó el buen ambiente, los paseos y las risas, y sintió cómo estas se perdían hasta convertirse en un eco en la lejanía. Entonces, hizo un gran esfuerzo por no llorar frente a Frau Lenz.   

—Suiza es un buen país —concluyó Frau Lenz, mirando distraídamente las bandejas de bombones sobre el mostrador.

Adella asintió, y, antes de que volviera a mencionar palabra, un joven pasando por el escaparate llamó su atención. Llevaba la camisa parda y Adella lo reconoció como uno de los soldados de la Sección de Asalto, conocidos popularmente como SA, que la habían piropeado. La joven no tembló en cuanto este entró en el local. Bien era cierto que mantenía cierto respeto y recelo hacia los soldados, pero no les temía. Siempre se mostraban atentos y formales, aunque aquellos modales solo los empleaban con quienes no llevaban el distintivo cosido en la ropa. Era otra de las normas que, al igual que las demás, Adella no cumplía.

La puerta se abrió con sutileza y el joven de ojos celestes y cabello castaño claro, pareció buscar a alguien.

—Madre, te dije que no salieras de casa —replicó mirando a Frau Lenz.

Adella se estremeció. ¿Frau Lenz era la madre de un SA?

—Si lo hubiera hecho no hubiera podido venir aquí para comprarte el chocolate que tanto te gusta, ¿no crees, querido? —reprochó Frau Lenz.

Adella vio al soldado poner los ojos en blanco antes de volverse hacia ella. En cuanto la vio, le llevó una milésima de segundo reconocerla. Sus ojos cobraron un brillo especial mientras se deslizaban por toda su figura. Adella, azorada, tragó saliva. Frau Lenz no dudó en presentarles.

—Ella es Della, la chocolatera.

—¿Della? ¿La famosa Della del chocolate? No me lo puedo creer, nunca pensé que fueras tú. Soy Hans Lenz, mucho gusto —exclamó el SA tuteándola mientras le estrechaba la mano.

Adella la tomó un tanto desconfiada, pero en cuanto vio la honestidad reflejada en sus ojos celestes como en los de su madre, se relajó. Él siguió admirándola con una gran sonrisa.

—Mi madre me ha habado de ti aunque no te conociéramos en persona, pero hoy al fin, vemos el rostro de la chica del chocolate. Felicidades, tus elaboraciones son espléndidas —exclamó sin soltar su mano.

Hubo un silencio por parte de los tres y una prolongación innecesaria de contacto. El mismo joven retiró su mano en cuanto Frau Lenz carraspeó con sutileza. Adella se sonrojó y, antes de pronunciar palabra, Herr Kesler salió a su rescate.

—Adella, ¿dónde estabas? Llevo media hora esperándote.

Los presentes se sobresaltaron, recobrando así la compostura. La chocolatera se acercó a la cocina no sin antes recibir su habitual regañina matutina.

—Te he dicho miles de veces que tu deber es estar en la cocina —dijo Herr Kesler.

Adella puso una mueca de protesta, pero no articuló palabra alguna. Sabía que Herr Kesler tenía razón y ella tenía las de perder.

—He ido a entregar un pedido —se defendió pese a todo.

Al escuchar la conversación, Frau Lenz y su hijo no pudieron evitar intervenir.

—¡Genial! Me vendría muy bien que Adella me trajese chocolate a casa, ya que mi propio hijo me prohíbe salir —dijo Frau Lenz mientras le lanzaba una mirada de reproche a Hans, quien frunció al acto el ceño.

—Madre, si digo que te quedes en casa es por tu seguridad. Se avecinan tiempos duros.

Frau Lenz hizo un gesto de fastidio y miró atentamente cómo Herr Kesler negaba con la cabeza antes de responder por Adella.

—Lo lamento Frau Lenz, pero Della no es ninguna repartidora. Lo que ha sucedido hoy fue un despiste mío que no volverá a repetirse —repuso mirándola a ella, luego, siguió excusándola—. Además, como bien dice su hijo, en estos tiempos lo mejor es pasar el menor tiempo posible en la calle —comentó dándole la razón al muchacho.

Hans agradeció el apoyo y la glotona señora les miró molesta. Dispuesta a debatir, Herr Kesler empujó levemente a su empleada, y dio por finalizada la conversación.

—Lo siento, necesito a Della en la cocina.

Una vez más, rodeada de hornos y fogones, Adella se apoyó en la pared y vio sobre la mesa la bola de masa que Herr Kesler había comenzado a elaborar con el fin de  crear la base de un pastel. Adella resopló. Pudo apreciar la voz de Frau Lenz recordándole a su hijo que debía retirarse para hacer su guardia. Casi escuchó cómo el joven resoplaba, pero finalmente obedecía. Estaba educado para hacerlo. A los pocos minutos, se oyó la portezuela acristalada cerrarse. Madre e hijo se habían marchado y Adella contó mentalmente hasta tres, sabiendo de antemano lo que iba a suceder. Dio media vuelta y aguardó fielmente a que Herr Kesler abriese la puerta para dar inicio a su reprimenda.

—No pongas esa cara Fräulein Schulze, ¿o debería decir Kinderman? Sabes perfectamente que tus paseos pueden costarte muy caros —le recordó seriamente.

Adella puso los ojos en blanco y trató de defender su postura.

—No se preocupe, Herr Kesler,  lo tengo todo bajo control. Sé cuidarme — replicó.

—Si supieras, no actuarías así. Pero eres demasiado ingenua para comprender que andar sola en estos tiempos es un verdadero peligro. Ahora más que nunca estás empezando a correr muchos riesgos. Si descubren quién eres…

—¿Quién soy? ¡Una chocolatera y de las mejores! Nada más —exclamó agitada, luchando por no derramar ni una sola lágrima.

Herr Kesler, viéndola en aquel estado, alzó las manos en señal paz, no queriendo incomodarla más.

—No te pongas nerviosa, bastantes nervios tengo que soportar yo cada vez que desobedeces las normas para… vosotros —dijo obviando el término judíos.

—Nadie sospecha de mí. Estoy siendo precavida —insistió la joven.

—Adella, en tiempos de guerra es muy difícil confiar en la gente. Se crean rumores, se expanden y luego, cuando es demasiado tarde, no hay opción de diálogo.

—¿Y usted? ¿A caso tampoco puedo confiar en usted? —replicó.

—Yo soy un caso aparte. Tú y yo estamos unidos, yo soy tu cómplice, y si tú caes, yo caigo detrás y adiós a mi negocio —gruñó Herr Kesler.

Adella tensó la mandíbula y posó sus ojos sobre la masa. Comenzó a calentar onzas de chocolate en la cazuela hasta derretirlas. Trató de trabajar, hacer caso omiso y evadirse de lo que acababa de suceder, pero no pudo. El destello de la tristeza e impotencia se adueñó de ella en forma de lágrimas. Herr Kesler la miró atentamente y en cuanto la escuchó sorberse la nariz, supo que estaba llorando.

—Sabes que digo esto por tu bien. Te quiero como si fueses de mi sangre y no quisiera verte en problemas —dijo con dulzura, dándole unas palmaditas en la espalda.

Adella hizo un mohín y se restregó su antebrazo por sus ojos a fin de eliminar las lágrimas. Agradeció a Herr Kesler su apoyo y entró en razón, volviendo a dedicarse plenamente en su labor.

Y como ocurría cada atardecer, al salir de la escuela o del trabajo, muchos jóvenes acudían a merendar a Schokolade Gold. Era el momento del día más intenso para Adella y Pauline. Luego, al anochecer, pese al agotamiento, el consuelo de haber cumplido con su trabajo era la gran suma de dinero obtenido.

La rutina era siempre la misma hasta que aquella tarde nublada del jueves 7 de septiembre de 1939, las cosas cambiaron para siempre. Mientras Pauline y Herr Kesler despachaban a una aglomeración de jóvenes adictos al chocolate, Adella, sola y aburrida en la cocina, tuvo una ocurrencia que atrajo a la más peligrosa presencia. Fue una inocentada abrir la ventana, pero bastó para ser lo suficientemente provocativa para llamar al enemigo. Adella tarareaba y derretía más chocolate sin llegar a percatarse de que el aroma escapaba e invadía rápidamente las calles de Hamburgo, atrayendo así a más gente, entre ellos, al SA Hans Lenz, y a un amigo suyo al que acaban de ascender al cuerpo de las SS, un tal Friedrich Kießling.

¡ Bienvenido/a a mi Blog !

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Si has llegado hasta aquí es porque seguramente has estado visitando recientemente mi página web. Te doy las gracias por ello, y por haber llegado a mi blog donde compartiré los primeros capítulos de las novelas que vaya escribiendo además de mi experiencia en el mundo editorial.

En mi página de FB (https://www.facebook.com/MiriamNajmEscritora/) y en mis stories destacadas de mi cuenta de IG (https://www.instagram.com/miriamnajm/?hl=es) también iré posteando novedades sobre mis obras.

Espero que disfrutes la lectura.

M. xx