Primer Capítulo (Chocolate en Tiempos de Guerra)

CAPÍTULO 1

La llegada de los tiempos de guerra y con ellos, el amor y la miseria…

Hamburgo, Alemania, septiembre de 1939.

Todavía las calles mostraban su esplendor, hasta los más lúgubres rincones lucían acogedores. Los transeúntes paseaban por la avenida como cualquier otro día, caminando por las aceras los dignos de hacerlo, a diferencia de otros que, siendo despreciados, lo hacían por las calzadas. Era una de las normas. Una de tantas que ella, una despreciada en la sombra, desobedecía. Con paso acelerado y enérgico, la joven de la falda de rayas caminaba segura por la acera. Nadie podía sospechar su origen, ya que con su gracia, no mostraba ninguna característica que la delatara como judía asustadiza.

Adella Kinderman, mejor conocida como Adella Schulze, era una joven vivaz que ejercía un importante cargo en la mejor chocolatería de Hamburgo y, tal vez, de toda Alemania. De acuerdo con la política y a las leyes del Estado, Adella no tenía  derecho a ejercer ninguna profesión dada su condición como judía, pero ella poseía un extraordinario talento imposible de despreciar.

Había pasado más de un año desde que Herr Kesler la había contratado, y durante ese tiempo supo que sin ella la chocolatería perdería prestigio. Toda la clientela anhelaba su chocolate celestial en forma de tableta. Además, Adella tenía ángel y la gente la quería, por lo que Herr Kesler obvió su  origen y la trató como si fuera la hija que nunca tuvo.

Adella regresaba rápidamente a Schokolade Gold tras haber entregado un pedido; una bonita caja en forma de corazón repleta de bombones con sabor a caramelo y un toque de vainilla para el matrimonio Blumer. El hombre, escayolado de una pierna, lo había encargado para regalárselo a su reciente esposa, y Adella, como hábil mensajera, le había hecho el favor de llevárselo. La joven apresuró el paso. Con su uniforme rosa, blanco y turquesa, llamaba la atención. Todas las miradas masculinas se posaban en ella, pues con sus andares decididos, casi dando saltitos, resaltaba sobre las demás mujeres. Estaba a punto de llegar a la chocolatería cuando unos pícaros silbidos resonaron a su espalda. Adella se volteó e identificó a una cuadrilla de jóvenes camisas pardas. Inocentemente, la chocolatera les sacó la lengua a modo burlón y volvió a corretear mientras las risas masculinas la acompañaron hasta que entró en el local. Cuando miró al frente, vio a Pauline despachando a una señora con sobrepeso. En cuanto la pelirroja la vio, abrió mucho los ojos y le puso una mueca de reproche por haber tardado en llegar.

Guten Morgen! —exclamó Adella con una gran sonrisa, ignorando la cara seria de su amiga.

—¿Dónde estabas? Herr Kesler lleva rato esperándote para hacer pasteles. He tenido que decirle que habías salido un momento… —la reprendió Pauline.

—Me entretuve hablando con los Blumer —comentó Adella sin más.

Luego, para rebajar la tensión del momento, preguntó desde cuándo se hacían pasteles en la chocolatería.

—Desde hoy. Frau Lenz, aquí presente, ha venido expresamente a sugerirlo y a Herr Kesler le ha parecido una buena idea —respondió Pauline mientras señalaba con la barbilla a la señora frente a ella.

Frau Lenz se giró curiosa para admirar a Adella y no dudó en acercársele para felicitarla.

—Así que tú eres la famosa chocolatera de los bombones de caramelo y vainilla. Bendita seas hija, todas tus creaciones son un éxito en mi casa —le alabó.

—Ya veo —susurró admirando los grandes brazos de la mujer.

Se fijó más en ella. Tenía los ojos celestes y el cabello rubio, corto y ondulado pegado al cráneo acorde a la moda de la época. Pauline carraspeó. Adella sacudió la cabeza y fingió no haber dicho nada.

—Le he sugerido a Herr Kesler que si además de ofertar bombones y chocolatinas, preparase pasteles, las ventas aumentarían —exclamó la señora muy convencida.

Pauline y Adella se sonrieron. Frau Lenz dio una vuelta alrededor de ella y, tomándola de improviso de las manos, volvió a elogiarla.

—Querida Della, eres una chocolatera extraordinaria. Tienes un don.

La joven sonrió agradecida y, encogiéndose de hombros, respondió con modestia.

modestia.

—¿Eso cree? Se lo agradezco, Frau Lenz.

—Totalmente. Haces que el chocolate sepa a suizo, ¿quién te enseñó? —preguntó.

Pauline, que se mantenía en silencio limpiando copas con un trapo, se alarmó al ver que la curiosidad de Frau Lenz podría perjudicar a su amiga, por lo que no caviló a la hora de intervenir en la conversación.

—Su abuela.

—Pues su nieta adquirió un talento especial —insistió Frau Lenz.

—Lo cierto es que sí —dijo la pelirroja dirigiéndose a la cocina para avisar a Herr Kesler de su llegada.

Una vez a solas, Adella no pudo evitar sentirse conmovida por haber sido comparada con una suiza. Preguntó al respecto, queriendo saber cuál era su opinión acerca de ellos.

Frau Lenz, ¿qué le hace pensar que mi chocolate sea como el suizo?

—Tan solo los maestros suizos pueden elaborar un chocolate extremadamente exquisito. Ellos conocen la manera de hacer que su chocolate quede por encima de otro cualquiera. Créeme, hace años fui a Suiza y lo comprobé por mí misma. Los suizos son los magos del chocolate y tú, aunque seas alemana, llevas magia suiza en las venas —dijo Frau Lenz con entusiasmo.

Por un momento, Adella deseó abrazarla y confesarle su secreto, sin embargo, debía medir sus palabras. En aquellos momentos más que nunca, debía ser prudente, pues pocos días antes, Reino Unido y Francia habían declarado la guerra a Alemania, iniciándose así tiempos difíciles en los que era preferible pasar desapercibido.

—Cuando haya menos conflictos en Europa, te aconsejo que visites Suiza. Es un país precioso, y estoy segura de que te encantará —le sugirió Frau Lenz.

—¿Qué ciudades visitó? —quiso saber Adella.

—Berna, Lucerna y Basilea.

¡Basilea! ¡Su querida Basilea! Adella sonrió de oreja a oreja y se alegró de corazón que hubiera visitado su tierra. De pronto, una ola de nostalgia la asaltó. Cuantísimo añoraba a su abuela, su hogar y a su mejor amiga Katharina. Recordó la hermosura de los paisajes suizos compuesta de elevadas montañas y bosques hogareños en los que solía hacer senderismo con dos amigos suyos, ambos hermanos e hijos de un leñador, que vivían en una cabaña de madera en plena naturaleza. Recordó el buen ambiente, los paseos y las risas, y sintió cómo estas se perdían hasta convertirse en un eco en la lejanía. Entonces, hizo un gran esfuerzo por no llorar frente a Frau Lenz.   

—Suiza es un buen país —concluyó Frau Lenz, mirando distraídamente las bandejas de bombones sobre el mostrador.

Adella asintió, y, antes de que volviera a mencionar palabra, un joven pasando por el escaparate llamó su atención. Llevaba la camisa parda y Adella lo reconoció como uno de los soldados de la Sección de Asalto, conocidos popularmente como SA, que la habían piropeado. La joven no tembló en cuanto este entró en el local. Bien era cierto que mantenía cierto respeto y recelo hacia los soldados, pero no les temía. Siempre se mostraban atentos y formales, aunque aquellos modales solo los empleaban con quienes no llevaban el distintivo cosido en la ropa. Era otra de las normas que, al igual que las demás, Adella no cumplía.

La puerta se abrió con sutileza y el joven de ojos celestes y cabello castaño claro, pareció buscar a alguien.

—Madre, te dije que no salieras de casa —replicó mirando a Frau Lenz.

Adella se estremeció. ¿Frau Lenz era la madre de un SA?

—Si lo hubiera hecho no hubiera podido venir aquí para comprarte el chocolate que tanto te gusta, ¿no crees, querido? —reprochó Frau Lenz.

Adella vio al soldado poner los ojos en blanco antes de volverse hacia ella. En cuanto la vio, le llevó una milésima de segundo reconocerla. Sus ojos cobraron un brillo especial mientras se deslizaban por toda su figura. Adella, azorada, tragó saliva. Frau Lenz no dudó en presentarles.

—Ella es Della, la chocolatera.

—¿Della? ¿La famosa Della del chocolate? No me lo puedo creer, nunca pensé que fueras tú. Soy Hans Lenz, mucho gusto —exclamó el SA tuteándola mientras le estrechaba la mano.

Adella la tomó un tanto desconfiada, pero en cuanto vio la honestidad reflejada en sus ojos celestes como en los de su madre, se relajó. Él siguió admirándola con una gran sonrisa.

—Mi madre me ha habado de ti aunque no te conociéramos en persona, pero hoy al fin, vemos el rostro de la chica del chocolate. Felicidades, tus elaboraciones son espléndidas —exclamó sin soltar su mano.

Hubo un silencio por parte de los tres y una prolongación innecesaria de contacto. El mismo joven retiró su mano en cuanto Frau Lenz carraspeó con sutileza. Adella se sonrojó y, antes de pronunciar palabra, Herr Kesler salió a su rescate.

—Adella, ¿dónde estabas? Llevo media hora esperándote.

Los presentes se sobresaltaron, recobrando así la compostura. La chocolatera se acercó a la cocina no sin antes recibir su habitual regañina matutina.

—Te he dicho miles de veces que tu deber es estar en la cocina —dijo Herr Kesler.

Adella puso una mueca de protesta, pero no articuló palabra alguna. Sabía que Herr Kesler tenía razón y ella tenía las de perder.

—He ido a entregar un pedido —se defendió pese a todo.

Al escuchar la conversación, Frau Lenz y su hijo no pudieron evitar intervenir.

—¡Genial! Me vendría muy bien que Adella me trajese chocolate a casa, ya que mi propio hijo me prohíbe salir —dijo Frau Lenz mientras le lanzaba una mirada de reproche a Hans, quien frunció al acto el ceño.

—Madre, si digo que te quedes en casa es por tu seguridad. Se avecinan tiempos duros.

Frau Lenz hizo un gesto de fastidio y miró atentamente cómo Herr Kesler negaba con la cabeza antes de responder por Adella.

—Lo lamento Frau Lenz, pero Della no es ninguna repartidora. Lo que ha sucedido hoy fue un despiste mío que no volverá a repetirse —repuso mirándola a ella, luego, siguió excusándola—. Además, como bien dice su hijo, en estos tiempos lo mejor es pasar el menor tiempo posible en la calle —comentó dándole la razón al muchacho.

Hans agradeció el apoyo y la glotona señora les miró molesta. Dispuesta a debatir, Herr Kesler empujó levemente a su empleada, y dio por finalizada la conversación.

—Lo siento, necesito a Della en la cocina.

Una vez más, rodeada de hornos y fogones, Adella se apoyó en la pared y vio sobre la mesa la bola de masa que Herr Kesler había comenzado a elaborar con el fin de  crear la base de un pastel. Adella resopló. Pudo apreciar la voz de Frau Lenz recordándole a su hijo que debía retirarse para hacer su guardia. Casi escuchó cómo el joven resoplaba, pero finalmente obedecía. Estaba educado para hacerlo. A los pocos minutos, se oyó la portezuela acristalada cerrarse. Madre e hijo se habían marchado y Adella contó mentalmente hasta tres, sabiendo de antemano lo que iba a suceder. Dio media vuelta y aguardó fielmente a que Herr Kesler abriese la puerta para dar inicio a su reprimenda.

—No pongas esa cara Fräulein Schulze, ¿o debería decir Kinderman? Sabes perfectamente que tus paseos pueden costarte muy caros —le recordó seriamente.

Adella puso los ojos en blanco y trató de defender su postura.

—No se preocupe, Herr Kesler,  lo tengo todo bajo control. Sé cuidarme — replicó.

—Si supieras, no actuarías así. Pero eres demasiado ingenua para comprender que andar sola en estos tiempos es un verdadero peligro. Ahora más que nunca estás empezando a correr muchos riesgos. Si descubren quién eres…

—¿Quién soy? ¡Una chocolatera y de las mejores! Nada más —exclamó agitada, luchando por no derramar ni una sola lágrima.

Herr Kesler, viéndola en aquel estado, alzó las manos en señal paz, no queriendo incomodarla más.

—No te pongas nerviosa, bastantes nervios tengo que soportar yo cada vez que desobedeces las normas para… vosotros —dijo obviando el término judíos.

—Nadie sospecha de mí. Estoy siendo precavida —insistió la joven.

—Adella, en tiempos de guerra es muy difícil confiar en la gente. Se crean rumores, se expanden y luego, cuando es demasiado tarde, no hay opción de diálogo.

—¿Y usted? ¿A caso tampoco puedo confiar en usted? —replicó.

—Yo soy un caso aparte. Tú y yo estamos unidos, yo soy tu cómplice, y si tú caes, yo caigo detrás y adiós a mi negocio —gruñó Herr Kesler.

Adella tensó la mandíbula y posó sus ojos sobre la masa. Comenzó a calentar onzas de chocolate en la cazuela hasta derretirlas. Trató de trabajar, hacer caso omiso y evadirse de lo que acababa de suceder, pero no pudo. El destello de la tristeza e impotencia se adueñó de ella en forma de lágrimas. Herr Kesler la miró atentamente y en cuanto la escuchó sorberse la nariz, supo que estaba llorando.

—Sabes que digo esto por tu bien. Te quiero como si fueses de mi sangre y no quisiera verte en problemas —dijo con dulzura, dándole unas palmaditas en la espalda.

Adella hizo un mohín y se restregó su antebrazo por sus ojos a fin de eliminar las lágrimas. Agradeció a Herr Kesler su apoyo y entró en razón, volviendo a dedicarse plenamente en su labor.

Y como ocurría cada atardecer, al salir de la escuela o del trabajo, muchos jóvenes acudían a merendar a Schokolade Gold. Era el momento del día más intenso para Adella y Pauline. Luego, al anochecer, pese al agotamiento, el consuelo de haber cumplido con su trabajo era la gran suma de dinero obtenido.

La rutina era siempre la misma hasta que aquella tarde nublada del jueves 7 de septiembre de 1939, las cosas cambiaron para siempre. Mientras Pauline y Herr Kesler despachaban a una aglomeración de jóvenes adictos al chocolate, Adella, sola y aburrida en la cocina, tuvo una ocurrencia que atrajo a la más peligrosa presencia. Fue una inocentada abrir la ventana, pero bastó para ser lo suficientemente provocativa para llamar al enemigo. Adella tarareaba y derretía más chocolate sin llegar a percatarse de que el aroma escapaba e invadía rápidamente las calles de Hamburgo, atrayendo así a más gente, entre ellos, al SA Hans Lenz, y a un amigo suyo al que acaban de ascender al cuerpo de las SS, un tal Friedrich Kießling.

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